Habría que aclarar que siempre me he considerado de espíritu rockero. Eso quiere decir que después de lograr sobrepasar una mala racha de mal gusto, víctima de mis escasos años y las telenovelas mexicanas como “Alcanzar una estrella” (primera y segunda parte), comencé una vida musical a principio de los noventa invadida por el grunge y la música alternativa, gracias a un hermano 7 años mayor, increíblemente melómano, del cual comencé a usurpar y conocer mucha música (pero no necesariamente todos los géneros). A mis 13 años, era un pequeño monstruo medianamente “radical”, que no tenía amigas para compartir sus gustos musicales, que se vestía un poco como niño con camisetas inmensas de sus grupos favoritos y muy alejada a cualquier intento de aprender a bailar lo que se “debe” aprender a bailar, que salsa, que merengue, que vallenato. No pude, creo que más por términos psicomotrices que por voluntad propia, así que supongo que ese hecho, ayudó a seguir alternándome en un mundo mas cómodo para mi y mi descoordinación. A los 16, mi pequeño mundo radical albergaba cierta fascinación hacia la música industrial, electrónica, punk. Estaba resguardada de aquello que torpemente denominaba “tropical”, “guapachoso”, metiendo en el mismo costal infinidad de música que tarde o temprano iba a tener que toparme en múltiples situaciones.
10 años después, el panorama aunque sigue siendo esencialmente el mismo, ha comenzado a ser filtrado por aquello que antes ni siquiera sabía que existía o miraba en muchas ocasiones con un desprecio ignorante. La situación comienza a ser mas diversa y por ende, mas divertida. Espero con ansía el concierto de Depeche Mode y mientras llega esa fecha, decido irme al festival de música del pacífico Petronio Álvarez en Cali. Todo un experimento si se tiene en cuenta mis antecedentes y el hecho claro que mi espíritu festivo tiene un horario bastante parco, más cuándo se habla de varios días donde se duerme poco y se baila y bebe mucho.
Viajé con Alejandro, y a nuestro encuentro, ya en Calí desde hace algunos días abriendo camino, estaba Erick, gran amigo de Alejandro, músico y nuestro perfecto contacto para sumergirnos en el festival. Llegamos a un pequeño hotel en el centro de Cali, un hotel barato, ambientado en las mañanas con música de Rocío Durcal y demás hits a alto volumen, con un viejo ventilador que no funcionaba y otro mas de combate que nos salvaba del calor intenso; un hotel que luego me daría cuenta está localizado en plena zona de tolerancia de los travestis y a 5 cuadras de los hoteles Camino Real y los Reyes, donde estaban hospedados la mayoría de músicos del festival. Es así como el parche está no solo en ir a la plaza de toros a los conciertos, sino en pasearse durante el día entre los pisos de aquellos hoteles e ir encontrando los diversos escenarios musicales improvisados en habitaciones estrechas y hacinadas de músicos y espectadores o en los mismos pasillos. Es ahí donde se encuentra esa parte del festival no tan politizada ni tan mediatizada, tranquilamente caótica y mucho más familiar. El parche está en el motopark del frente del Camino Real, que como su nombre lo indica es un parqueadero de motos, pero es eso y mucho más. Una pequeña tienda donde la gente se acumula a tomar cerveza y demás y las canastas vacías de cerveza hacen el papel de improvisadas sillas, donde la rumba se va prendiendo despacio pero segura, hasta convertirse en un bailadero “sabroso” y si llega la policía en la noche, bajan las rejas y te dejan ahí un buen rato.
Mientras tanto en la plaza de toros, el escenario es otro. Filas eternas que no sirven para nada, porque el que las hace, pierde el año (yo lo comprobé). Viche, arrechón y tomaseca, todos tragos caseros, envasados en botellas de aspecto sospechoso. Empanadas de piangüa, marranitas, alegrías. Un ambiente festivo y popular, mas suelto, mas desinhibido. Finalmente, siendo un festival de música del pacífico, Cali se convierte en el lugar de encuentro de lugares como Timbiquí, Guapi, Tumaco, Buenaventura, Patía Cauca, Quibdó, y por eso, cuando uno mira a la gente, es tan fuerte la presencia negra en todas partes. Es inevitable reconocer la belleza y la fuerza que abunda en ella (y no es por ser políticamente correctos ni entrar en esta onda de la moda de la afrocolombianidad). De repente ya en los conciertos, uno está en medio de ellos y sus bailes que se vuelven redes y atrapan y todos terminamos bailando en un corrillo, intentando seguir el paso con un pañuelo blanco en la mano o sin él. Y la noche va entre la marimba, la chirimía, el violín caucano y las nuevas mezclas. Si bien, prácticamente no tenía mucho conocimiento sobre lo uno y lo otro, siempre he relacionado más la música del pacífico con percusión y vientos, pero encontrar lo que ellos llaman violín caucano fue una gran sorpresa (si alguien quiere conocer más de esto, busque “cantaoras” del Patía).
Fueron 4 días para mi (el festival dura un poco más) entre viche (mucho viche, que cosa tan buena), calor, jugo de lulo, marimba, multitudes y muchas horas de pie, baile, extensiones de pelo, travestis, inmersiones, en las que me sentí un poco mas cercana a lo que siempre me ha sido lejano. Me sentí feliz de conocer, de disfrutar con lo que antes me negaba. Tal vez ahora soy una mezcla mas extraña y la vez mas normal supongo. Y que no se me malinterprete, sigo siendo inmensamente feliz con Pixies y Radiohead, pero puedo alternarlos ahora con la Pataleta del Brujo y Quitate de mi escalera de Socavón. Cosa impensable unos años atrás.
10 años después, el panorama aunque sigue siendo esencialmente el mismo, ha comenzado a ser filtrado por aquello que antes ni siquiera sabía que existía o miraba en muchas ocasiones con un desprecio ignorante. La situación comienza a ser mas diversa y por ende, mas divertida. Espero con ansía el concierto de Depeche Mode y mientras llega esa fecha, decido irme al festival de música del pacífico Petronio Álvarez en Cali. Todo un experimento si se tiene en cuenta mis antecedentes y el hecho claro que mi espíritu festivo tiene un horario bastante parco, más cuándo se habla de varios días donde se duerme poco y se baila y bebe mucho.
Viajé con Alejandro, y a nuestro encuentro, ya en Calí desde hace algunos días abriendo camino, estaba Erick, gran amigo de Alejandro, músico y nuestro perfecto contacto para sumergirnos en el festival. Llegamos a un pequeño hotel en el centro de Cali, un hotel barato, ambientado en las mañanas con música de Rocío Durcal y demás hits a alto volumen, con un viejo ventilador que no funcionaba y otro mas de combate que nos salvaba del calor intenso; un hotel que luego me daría cuenta está localizado en plena zona de tolerancia de los travestis y a 5 cuadras de los hoteles Camino Real y los Reyes, donde estaban hospedados la mayoría de músicos del festival. Es así como el parche está no solo en ir a la plaza de toros a los conciertos, sino en pasearse durante el día entre los pisos de aquellos hoteles e ir encontrando los diversos escenarios musicales improvisados en habitaciones estrechas y hacinadas de músicos y espectadores o en los mismos pasillos. Es ahí donde se encuentra esa parte del festival no tan politizada ni tan mediatizada, tranquilamente caótica y mucho más familiar. El parche está en el motopark del frente del Camino Real, que como su nombre lo indica es un parqueadero de motos, pero es eso y mucho más. Una pequeña tienda donde la gente se acumula a tomar cerveza y demás y las canastas vacías de cerveza hacen el papel de improvisadas sillas, donde la rumba se va prendiendo despacio pero segura, hasta convertirse en un bailadero “sabroso” y si llega la policía en la noche, bajan las rejas y te dejan ahí un buen rato.
Mientras tanto en la plaza de toros, el escenario es otro. Filas eternas que no sirven para nada, porque el que las hace, pierde el año (yo lo comprobé). Viche, arrechón y tomaseca, todos tragos caseros, envasados en botellas de aspecto sospechoso. Empanadas de piangüa, marranitas, alegrías. Un ambiente festivo y popular, mas suelto, mas desinhibido. Finalmente, siendo un festival de música del pacífico, Cali se convierte en el lugar de encuentro de lugares como Timbiquí, Guapi, Tumaco, Buenaventura, Patía Cauca, Quibdó, y por eso, cuando uno mira a la gente, es tan fuerte la presencia negra en todas partes. Es inevitable reconocer la belleza y la fuerza que abunda en ella (y no es por ser políticamente correctos ni entrar en esta onda de la moda de la afrocolombianidad). De repente ya en los conciertos, uno está en medio de ellos y sus bailes que se vuelven redes y atrapan y todos terminamos bailando en un corrillo, intentando seguir el paso con un pañuelo blanco en la mano o sin él. Y la noche va entre la marimba, la chirimía, el violín caucano y las nuevas mezclas. Si bien, prácticamente no tenía mucho conocimiento sobre lo uno y lo otro, siempre he relacionado más la música del pacífico con percusión y vientos, pero encontrar lo que ellos llaman violín caucano fue una gran sorpresa (si alguien quiere conocer más de esto, busque “cantaoras” del Patía).
Fueron 4 días para mi (el festival dura un poco más) entre viche (mucho viche, que cosa tan buena), calor, jugo de lulo, marimba, multitudes y muchas horas de pie, baile, extensiones de pelo, travestis, inmersiones, en las que me sentí un poco mas cercana a lo que siempre me ha sido lejano. Me sentí feliz de conocer, de disfrutar con lo que antes me negaba. Tal vez ahora soy una mezcla mas extraña y la vez mas normal supongo. Y que no se me malinterprete, sigo siendo inmensamente feliz con Pixies y Radiohead, pero puedo alternarlos ahora con la Pataleta del Brujo y Quitate de mi escalera de Socavón. Cosa impensable unos años atrás.
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