25.3.09

llueve que llueve



Un domingo cualquiera. Llueve y llueve. Todo quiere inundarse y mientras todos se resguardan, yo me encuentro en aquella pequeña terraza rodeada de cactus, mojándome, retirando una y otra vez las hojas y flores que tapan aquel sifón y que amenazan con volver aquella guarida un acuario. Y no estoy ahí por el miedo a la inundación, estoy ahí porque se siente bien estar mojada, empapada, no tener que correr, no tener que huir… y esas si son lágrimas naturales que se deslizan por todas partes, sonrío en silencio, en absoluta soledad. Caen truenos y no puedo ver los cerros, no puedo ver a Bogotá, todo tan gris, tan nublado, caen trocitos de hielo que saben a infancia, aunque seguro estos ya son mucho mas tóxicos que los de aquel entonces. Y mientras el sentido se pierde y se vuelve a reencontrar, estamos marchando, saltando, salpicando, retando a la neumonía y a las palabras clásicas de mamá. Y sigo destapando el sifón, porque me gusta ver que el agua se va, que todo se va, que sigue su transcurso, que me lavo, me desangro, me esparzo. Y eso que solo te habías ido en la mañana y yo ya estaba pataneando en tu terraza. De haber estado ahí, habrías prendido un cigarrillo y me habrías visto detrás del vidrio hasta que yo regresara a vos. Antes de eso, ya sabrías mis bajas intenciones y me esperarías con una toalla para secarme y de paso, asegurarte que no te moje demasiado cuando no pueda soltarte, aunque sepas que eso va a ser inevitable. Pero no, no estabas detrás del vidrio, estabas en la gran manzana con un ruso posiblemente psicópata, intentando llegar a tu destino sano y salvo. Y yo seguí ahí hasta que comencé a tiritar de frío mientras en mi cabeza cantaba Elis Regina: Águas de março.

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